Aquí os dejamos una pequeña biografía del fundador de la Asociación Musical "Las Canales" de Padules.
A Juan López Arcos Carretero, el maestro de música de la banda de Rágol
le gustaba tanto la vocación por la música de José Ibáñez, que cuando
reunía a todos los niños en un salón del ayuntamiento para solfear y
para amasar canciones antiguas, con aquel ritual de musiquillos tiesos
como retamas mientras él les hacía las indicaciones desde el antepecho
imaginario de la única silla que había en aquel cuartito, siempre le
prestaba una mirada de gratitud imperecedera. Eran los años cuarenta o
los cincuenta cuando a José Ibáñez notó el desvelo por la música y un
tesón descomunal para aprender. José Ibáñez nació en Rágol hace setenta y
dos años y como no tenía el remolino de la esperanza en sus manos,
porque sus padres eran agricultores pobres y porque las ilusiones
estaban arrendadas, encontró con la música la única ventaja de la vida.
Como no tenía quien avivara su pasión, él se autoimpuso un orden
estricto de trabajo después del trabajo. Y así empezó todo. Trabajaba en
el campo con el aquel delirio extenuante de la supervivencia y luego,
sin dar tiempo a recomponer sus manos, se iba a los ensayos con el
hambre repuntándole en el estómago y aquel frío hereditario de las
noches tapiadas de Rágol. José Ibáñez no empezó en la música por
casualidad. Empezó como empiezan los amantes. Con el titubeo del primer
abrazo y el vericueto de la pasión después. En aquella primera escuela
improvisada de Rágol, José descubrió la vida. Indiferente al aire
enrarecido de aquellos años, con su caudal de sueños desportillados y la
manía de la desesperanza, José escogió muy pronto la ventura de la
duermevela. Y cuando los niños salían a jugar, él prefería quedarse en
casa a solfear con aquel método impecable que era el Eslava. Y como a
los niños no les había picado con tanta intensidad, muy pronto los
rebasó. Y cuando ellos iban por el primer libro, él ya estaba rejuntando
notas con el segundo. José Ibáñez es músico. Un músico antiguo. Un
músico despojado de cualquier ostentación porque aprendió en el suelo
pelado de su casa. Cuando su maestro le dejó el primer instrumento, un
trombón viejo que no sonaba bien, él puso cara de convalecencia y
entonces le propuso cambiarlo por un bombardino de tres pistones. Y
entonces sí que pudo comprobar el vaivén de las notas purificadas y
aquella dulzura que solo poseía el bombardino, con su arranque dilatado y
aquella gravedad mágica. Y cuando pudo ahorrar las setenta y dos mil
pesetas, le pidió a un amigo camionero que lo llevara hasta Carcagente,
en Valencia, y allí compró otro más moderno de cuatro cilindros. Todo el
mundo conocía su destreza y la naturalidad de su mirada. Por eso, en
cuando le propusieron montar de nuevo la banda de música de Alhama,
aprovechó el desvelo de las mismas noches y dijo que sí. Entonces se
juntaron una treintena de niños y de niñas y allí comenzó de nuevo la
vida. Otra vez. Del campo a la escuela. Si no sabía el tono adecuado de
algún instrumento, por las noches lo escudriñaba y al día siguiente ya
lo tenía dominado. Y si había alguna sinfonía que no conociera, por las
noches la escudriñaba y al día siguiente ya se la sabía entera. José
Ibáñez estuvo casi una treintena de años enseñando a los niños y a las
niñas de Alhama los rincones de su paraíso. Les mostró la fluidez del
clarinete con su anhelo por sobresaltar, y la solidez del bombo y la
importancia remota de los platillos. José Ibáñez aún recuerda el ring
ring de la centralita de teléfonos de Rágol cuando les avisaban para ir a
tocar a cualquier pueblo. Y recuerda el trajín de los músicos
embarcados en aquellas furgonetas alquiladas y el vaivén de las
procesiones y el primer día que tocó aquella banda de Alhama. Y recuerda
la sillita donde apoyaba su bombardino de cuatro cilindros y la humedad
ardiente de aquellas noches en las que la música le libró de la
orfandad de las calles desiertas y de la soledad eterna.
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